Capítulo I - Exiliados
Capítulo I: Las Huellas del Fantasma
El viento arañaba la sierra como un animal herido, llevando consigo el eco de los cañones que habían callado demasiado tarde. Sobre la colina, el capitán Rafael Mares, con su rostro cincelado por cuarenta inviernos de austeridad y batallas, ajustó el cuello de su abrigo, gastado por la tierra y la pólvora, como si aquel gesto pudiera protegerle del frío que le mordía el alma. Sus manos, agrietadas como la corteza de los olivos que alguna vez cuidó en Jaén, temblaron levemente al acariciar la foto desgastada en su bolsillo: una imagen de su hermano Enrique, muerto en el Ebro, cuyos ojos brillantes ahora solo existían en el papel y en los sueños que le visitaban en las noches de insomnio.
Observó el río de sombras que serpenteaba hacia los Pirineos, una procesión de derrotados que arrastraban consigo los jirones de una guerra perdida. Abajo, en el valle de Camprodón, avanzaban los últimos soldados del Ejército Popular, sus uniformes convertidos en harapos, escoltando a mujeres cuyas miradas habían aprendido a esconder el miedo tras una cortina de resignación. Los niños, aferrados a sus faldas, llevaban en los rostros la suciedad de los refugios improvisados y el hambre que no entendía de ideologías. Entre ellos, un anciano arrastraba una maleta atada con cuerdas, igual que la que Rafael había visto abandonar a su padre cuando la mina de carbón se tragó a su primo. Aquel hombre, con su paso tambaleante, le recordó las tardes en la plaza de su pueblo, donde los viejos jugaban al dominó bajo la sombra de los naranjos, hablando de reformas que nunca llegaban.
—¡Capitán! —gritó un soldado joven, corriendo hacia la colina con el aliento convertido en jirones de vapor—. Los fascistas están a dos horas. Han incendiado Ripoll.
Rafael asintió sin apartar la vista del horizonte. Sabía lo que venía: el olor a gasolina y carne quemada, los gritos ahogados en las cunetas, las cruces pintadas en las puertas de quienes habían osado soñar. Pero su deber ahora era otro. En su mente resonó la voz de su hermano, aquella noche en Teruel, cuando compartieron una lata de sardinas y un cigarrillo: «No somos héroes, Rafael. Solo hombres que eligieron de qué lado caer».
—Dígale al teniente Garrido que refuerce la retaguardia. Que los civiles pasen primero —ordenó, voz serena, aunque en su pecho latía la furia de quien había visto morir promesas—. Y queme los documentos. Todos.
Mientras el soldado partía, Rafael recorrió el campamento fantasma con la mirada. Entre los pinos desnudos, alguien había dejado una muñeca de trapo, su vestido azul descolorido por el barro. La recogió con delicadeza, como si temiera romperla, y al limpiar su rostro de tela, una memoria le golpeó: su hija Laura, de seis años, cosiendo los botones de su muñeca en la cocina de su casa en Valencia, antes de que los bombardeos convirtieran las calles en escombros. «Mira, papá, le he puesto un vestido nuevo», decía, con aquella sonrisa que la metralla se llevó en octubre del 37. Ahora, enterraba a Laura en un ataúd de silencio, junto a los nombres que ya no pronunciaba.
Colocó la muñeca sobre una piedra, como un testigo mudo de lo que habían sido. Cataluña se desangraba, y con ella, el sueño de una España donde él, maestro de escuela antes que capitán, creyó que las letras vencerían a las balas. Recordó las aulas vacías de Barcelona, los pupitres llenos de polvo y los libros quemados para calentar a los milicianos. «¿Para qué sirve enseñar a leer si solo aprenden a matar?», le había espetado una noche amarga al comisario político, cuyo fanatismo olía a vodka barato.
Al anochecer, cuando el último grupo cruzó la frontera, Rafael descendió la colina. Sus botas, las mismas que pisaron las trincheras del Jarama y los campos de almendros en flor de su juventud, se hundían en el fango como en aquellos días en que creyó que la lluvia limpiaría la sangre. En el puesto fronterizo, un gendarme francés con bigote de rata y ojos de hielo registraba a los refugiados con desdén, arrebatándoles relojes y anillos, incluso la medalla de plata que una mujer escondía entre sus ropas. «Es de mi hijo… murió en Guernica», suplicó ella, pero el gendarme solo gruñó, guardando el objeto en su bolsillo. Rafael apretó los puños, recordando a los guardias civiles que años atrás habían allanado su escuela, buscando «material subversivo» entre los poemas de Machado.
—¿Es usted el último? —preguntó el gendarme, escrutando su uniforme raído con una mueca que olía a desprecio colonial.
—El último —confirmó Rafael, entregando su pistola, la misma que jamás disparó contra un compatriota, solo contra soldados alemanes en el Ebro. El metal estaba frío, como todo lo que quedaba atrás: las trincheras donde enterró a sus amigos, los retratos de Azaña quemándose en hogueras de derrota, el olor a tierra mojada y pólvora que se pegaba a la piel como un segundo uniforme.
Al cruzar, arrancó las insignias de su guerrera —aquellas que cosió su esposa Clara, cuyas cartas dejaron de llegar en el 38— y las enterró bajo un haya cuyas raíces le recordaron las venas de España. No lloró; las lágrimas se habían secado en Belchite, cuando encontró a un niño de pecho abrazado al cadáver de su madre, ambos cubiertos por el yeso de las casas derrumbadas. Pero al volver la vista, hacia las montañas donde yacían sus muertos, sintió que algo se quebraba en su pecho, como el cristal de su reloj al estrellarse contra las piedras del Segre.
Caminó hacia el campo de Argelès-sur-Mer, donde las alambradas dibujaban un nuevo infierno bajo un cielo ajeno. Entre la multitud, una voz ronca, cargada de rabia y añoranza, cantó «Ay Carmela». Rafael cerró los ojos, transportándose a la noche en que sus hombres, rodeados de niebla y esperanza, entonaron esa canción frente a una hoguera. «Esto no es el fin», murmuró para sí, aunque las palabras sonaron huecas.
En su bolsillo, la carta de Enrique crujió como una hoja seca. «No dejes que esto termine en vano», le ordenaba el fantasma. Y entonces, entre el barro francés y el peso de los recuerdos, Rafael Mares comenzó a tejer su nueva trinchera: la memoria.
La guerra había terminado. La lucha, sabía, jamás se rendiría.
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